Menos calcular y más pensar


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Durante el examen de Selectividad del año pasado se produjo una situación curiosa: algunos alumnos pusieron el grito en el cielo ante uno de los problemas que planteaba la prueba de matemáticas, cuya resolución podía ser simple o compleja. La mayoría eligió el camino más complicado, lo que ocasionó que les bajara algo la nota aunque la mayoría aprobara finalmente. Una maestra, acertadamente, dio en el clavo. El problema no era el examen sino los cálculos que se suelen hacer antes de la prueba, lo que convierte la Selectividad en pura estrategia resultadista. Al fallarles los planes a los alumnos, la maestra añadió: “¡Menos calcular y más pensar!”.

Es una evidencia que hoy vivimos instalados en la sociedad del resultadismo, es decir, la vida se ve reducida al resultado, al cálculo, a las medidas, las proporciones, la cantidad o la estadística. La felicidad y el sentido existencial dependen de lograr los resultados calculados, sobre la base del beneficio propio. Piénselo usted, por un momento. ¿En qué se pasa el día calculando? ¿Dónde echa más sumas y restas, hipoteca al margen?

Por supuesto que, en una sociedad que permanece instalada en crisis consecutivas, uno se ve obligado a hacer muchos números para llegar a fin de mes. No es de esos cálcu­los de los que vamos a reflexionar, sino de aquellos otros que convierten la vida en mera especulación, en la obsesión por el control y el beneficio propio. Si una persona quiere permanecer en un estado de puro egocentrismo, seguro que habrá desarrollado el arte de calcularlo todo, no fuera que por debilidad emocional se viera obligada a esforzarse y a tener que salir de sí misma.

Aprender sin reflexionar es malgastar la energía”

Confucio

La experiencia de esos jóvenes en la Selectividad nos da algunas pistas. La primera es el valor que se le dan a los estudios en concreto, y al conocimiento en general. Salvo excepciones, no existe amor por conocer, curiosidad por aprender o apertura a experimentar, sino mera superación de pruebas. Para ello es suficiente con saber lo justo para aprobar. Calcular preguntas, saberse las respuestas y después olvidarlo todo. Prima el resultado, no el conocimiento. Vale el cómputo final y no el proceso.

Esa forma de proceder no es una moda estudiantil, sino consecuencia de una cultura reciente que se ha basado en la inmediatez, el desprecio al esfuerzo, la falta de autodisciplina y la intolerancia a cualquier tipo de frustración. Para colmo, se ha instalado en el imaginario social la poca practicidad de las ciencias humanas, y los múltiples réditos futuros que se esconden tras las tecnologías. Consultados nuestros jóvenes ciudadanos, la mayoría prefiere ser funcionario o, en segundas nupcias, trabajar en cualquier disciplina biotecnológica o en la empresa privada. Ya no interesa tanto la educación (cuyo origen etimológico es educere, hacer salir), sino el cálculo avispado hacia el máximo beneficio al menor esfuerzo.

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