La importancia de ayudar a los niños a gestionar las emociones negativas.


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No cabe duda de que si hay algo que los padres y madres intentan evitar a toda cosa es el sufrimiento de sus hijos e hijas. Su preocupación es constante desde los primeros momentos del embarazo y los posteriores al nacimiento: “¿Estará bien? ¿Tendrá frío? ¿Calor? ¿Llorará porque tiene hambre?”. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, resulta inevitable que exista cierto nivel de disconformidad y angustia a medida que vamos creciendo: los “mayores” lo sabemos bien. Es imposible pasar un solo día en el que todo vaya “sobre ruedas” todo el tiempo: nos sentiremos preocupados o enfadados ante un mal gesto o una mala contestación de alguien, decepcionados con nosotros mismos si algo no nos sale como esperábamos o tristes al escuchar una determinada noticia. ¿Tienen las emociones negativas algún aspecto positivo? Las emociones existen porque tienen una función, sirven para algo. De hecho, el que podamos sentir alegría o tristeza resulta fundamental para nuestra supervivencia como especie, ya que las emociones nos ayudan a tomar decisiones.

En qué consiste en realidad un sentimiento

Además, las emociones resultan fundamentales para la comunicación, ya que normalmente, tienen un efecto sobre el otro. Si sentimos angustia o tristeza[1], normalmente esperamos que otro nos calme, que se acerque a nosotros, que nos pregunte qué nos pasa o si puede hacer algo para ayudarnos. Esto lo podemos entender desde cuando un niño llora y acude a su madre o padre, o cuando un adulto con una crisis de ansiedad acude a un servicio de urgencias: en ambos casos se espera que haya un otro que contenga y calme.Algunas emociones, como el miedo o la alegría son fáciles de explicar

Pero, ¿de qué hablamos en realidad cuando hablamos de emociones y sentimientos?Antonio Damasio hace la siguiente distinción: “Cuando experimentas una emoción, por ejemplo la emoción de miedo, hay un estímulo que tiene la capacidad de desencadenar una reacción automática. Y esta reacción, por supuesto, empieza en el cerebro, pero luego pasa a reflejarse en el cuerpo, ya sea en el cuerpo real o en nuestra simulación interna del cuerpo. (…) Y todo este conjunto –el estímulo que lo ha generado, la reacción en el cuerpo y las ideas que acompañan esa reacción– es lo que constituye el sentimiento[2].” Otro experto en la materia, Paul Ekman[3] (psicólogo conocido por sus estudios sobre la categorización de emociones y la importancia del lenguaje no verbal), realizó en 1972 una clasificación de las emociones básicas o biológicamente universales: repugnancia, alegría, ira, miedo, sorpresa y tristeza. Dos décadas más tarde, amplió considerablemente esta lista, incluyendo desprecio, culpa, orgullo, alivio, vergüenza y satisfacción, entre otras.

La dificultad de  los adultos para gestionar las emociones

Sin embargo, no siempre es fácil ponerle nombre a lo que sentimos. Es algo a lo que desde pequeños nos tienen que ayudar los adultos. Por ejemplo, “estás enfadado porque mamá no te ha hecho caso”, o “es normal que estés triste porque ya no vas a estar en clase con tu profe”, o “¡qué alegría que hayas ganado el concurso de pintura!”, son frases con las que padres y madres ponen en palabras los sentimientos de los hijos. A veces resulta más fácil poner en palabras las emociones positivas: desde pequeños se nos enseña a estar contentos cuando recibimos una buena nota o a expresar gratitud cuando recibimos un regalo. Sin embargo, hay algunas emociones que tardan más enseñarse, como es el caso de la angustia. No es común escuchar a un niño pequeño decir: “Estoy angustiado”. ¿Por qué, si los adultos tenemos bien registrado qué significa esto? Quizás tenga que ver con que determinadas emociones negativas son especialmente difíciles de gestionar por los propios adultos. Además, algunas emociones, como el miedo, la alegría o la tristeza, son más fáciles de explicar que otras porque normalmente son producidas por un hecho en concreto. Por ejemplo, si un niño o niña pasa al lado de un perro grande y de repente éste se pone a ladrar, es normal que se asuste y tenga miedo pensando que quizás le quiera morder.

Si no puedo nombrar las emociones, me será más difícil gestionarlas y habrá más riesgo de somatizaciones

Pero emociones como la angustia son mucho más difusas, no son necesariamente desencadenadas por algo en concreto, sino que más bien tienen que ver con determinados estados más generales. Por ejemplo, si el profesor o la profesora (con quien, podemos suponer, hay un fuerte vínculo) se marchan de baja y viene un sustituto, a priori, como adultos, podríamos suponer que este hecho en sí no tiene por qué ser estresante: es normal que los adultos necesiten coger bajas en según qué circunstancias. Sin embargo, quizás para un niño o niña, esta situación pueda resultar tremendamente angustiosa: “¿qué le habrá pasado a mi profe? ¿Cómo va a ser ahora con éste nuevo? ¿hasta cuando va a quedarse?”,… Y esta situación no “encaja” con las emociones más básicas: no es necesariamente miedo, ni enfado, ni tristeza. Es algo mucho más complejo.

Catalogando los sentimientos

¿Por qué es importante que padres y madres ayuden a sus hijos e hijas a gestionar las emociones? Es fundamental que los adultos puedan ayudar a los niños y niñas a poner en palabras sus emociones, y no sólo las más básicas. Cuanto más rico sea el abanico que se utilice con ellos desde que son pequeños, mejor preparados estarán de mayores para poder hacer frente a las múltiples y complejas situaciones con las que se irán encontrando. Al igual que si sólo dispongo de martillo sólo podré “clavar clavos”, si sólo dispongo en mi vocabulario de alegría-tristeza-miedo-sorpresa-enfado, habrá muchas situaciones que no podré “catalogar”. Y si no puedo nombrarlas, sin duda me será mucho más difícil gestionarlas y habrá más riesgo de somatizaciones cuando esos niños y niñas vayan creciendo.

Fuente: blogs.elconfidencial.com

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